El 27 de junio del dosmil18,

Partimos en horas matinales como infantes distraídos, nuestro viaje era celeste en Venezuela y estábamos acompañados por un perro fiel y juguetón que pronto conocerás.

Crecimos y avanzamos hacia el enamoramiento adolescente, generador de canciones que son poemas y poemas que son canciones.

Agradecemos conocer personas que la casualidad describe como lenguajes para nuestro silencio.

Lamentamos la pérdida del ser amado, su ausencia, una distancia que publica fotos de una nueva vida lejos del paciente puerto de nuestras manos; la juventud debe afrontar estas paradas de la desilusión y crecer hacia nuevos cielos, desde el barro de esas derrotas.

De pronto, la adultez nos reclama, y estamos sumergidos en una habitación de hotel, sintiendo que esta historia pudo tener otro final, que Arabella es una canción soñada por monos árticos y no ese cuerpo en el que anochecemos, ocasionalmente.

En este punto, le escribimos versos a la silueta hechicera de una mujer que es cualquiera, pero que para nosotros es una grieta de mariposas inquietas.

Leemos poemarios porque el verso aminora la inflamación de las responsabilidades, leímos un poema que proclama la risa como derecho inalienable.

Nos topamos con la crónica de un panadero, que ya había perdido los favores de la levadura, la voluntad del trigo. Hongos de soledad se abrieron paso en su cerebro, la infamia fue creciendo en el horno del alma de Adolfo, Sabrina tuvo que detener esa cocción, en una noche lejana.

Y envejecemos, acumulando recuerdos en el ocaso del cuerpo; protegemos cajas que son grutas, grutas formadas por la calidez del alma.

Afrontaremos muertes, veremos el progreso de la agonía, pero eso no opacara el destello de amor que nos unió a esas personas. Nuestra fuerza, es el cariño con el que moldeamos a los demás.

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